La añada que ya reposa

Los viticultores, como todos los campesinos, vivimos en una incertidumbre permanente. Este año esta gimnasia de generaciones nos ha permitido asumir una añada difícil con amor y aprovechar para conectar con la tierra como nunca.

Ya teníamos claro que deseábamos que los viñedos y el entorno que las rodea, los parques naturales del Cap de Creus, de la Albera y un poco más lejos los Aiguamolls del Empordà fueran uno. Que la vida cultivada y la asilvestrada fueran sinérgicas y que se protegieran la una a la otra. Es una idea que no sale de un día para otro y que es el trabajo de años, en este caso una veintena. Este año ha coincidido con la certificación ecológica de todos los viñedos y, aunque sólo es un hito del camino que estamos haciendo, es bastante significativo.

Esta añada que hace pocos días que terminamos de cosechar comenzó, hace un año, en otoño con lluvias torrenciales que nos asustaron por la virulencia. La decisión fue priorizar la contención de la erosión como primera razón de cualquier toma de decisiones en viticultura. La tierra, los suelos, son la base de toda la vida, y hay que preservarlos.

En invierno el Gloria, aunque no nos afectó mucho, reafirmó todos los pensamientos de otoño y nos volvió a recordar que el clima está cambiando y que no queremos ser cómplices de ello.

Y cuando la primavera empezaba a asomar, llega la COVID-19. Entonces fue el momento de poner en práctica todos los aprendizajes sobre la incertidumbre que habíamos aprendido nosotros y también los de las generaciones que nos preceden (gracias abuela Quimeta!). El gran reto era que nadie se quedara sin trabajo y que, a pesar de no saber qué pasaría, la cosecha saliera adelante. El equipo cerró filas.

Y entonces LA LLUVIA. Lluvia y más lluvia y más lluvia y más lluvia. Hay que vigilar lo que se desea. Los viñedos nunca habían sido tan verdes ni habían estado tan llenos de vida. Tuvimos tiempo para observarlos de otro modo: con mucha más calma y con la sensación de que pisarlos nos cura el alma y hace alejar los miedos. La viña es agradecida y sabe que la cuidamos como nunca y nos da frutos a pesar de las dificultades y el mildiu. Nosotros, contentas y agradecidas.

En mayo quince días de sequía hicieron cambiar el paisaje. Y cuando ya llegaba el verano pensamos que la sequía era importante. El vigor de los viñedos se detuvo de golpe y el paisaje vitícola que había sido verde hasta entonces se volvió pardo. Finalmente los hongos se detuvieron y pudimos respirar un poco tranquilas.


Finalmente la vendimia, una de aquellas que recordaremos: llena de sustos que no nos han llevado a ninguna parte. Compulsión a la hora de mirar los radares meteorológicos que señalaban granizadas o tempordales que se acercaban pero que no nos han llegado a tocar nunca. Gracias. El jabalí no nos ha respetado tanto y hemos tenido que vendimiar alguna viña antes de tiempo, para llegar antes que ellos. La sensación de impotencia es terrible. Ha costado mucho llegar hasta aquí para que en pocos días desaparezcan las uvas de viñedos enteros. Decidimos cerrar viñedos y nos concentramos de nuevo.

La añada ha sido una carrera de obstáculos sin fin. Sin embargo la vendimia ha sido tranquila. La bodega se ha ido llenando poco a poco cada día. Ahora la lentitud de la viña se transmite a las tinas. Separamos parcelas y parcelita y nos lo agradecen mostrándonos el carácter de cada una. Hemos aprendido que la lentitud en el hacer, en el pensar, nos ayuda a ser más conscientes y a entender mejor el oficio y la tierra que nos acoge. Y así encaramos otoño, mirando la añada que ya raposa.

Anna Espelt Delclós

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